East Turkey & Georgia

La carretera que lleva a la frontera internacional más al norte entre Iran y Turquía, transcurre a la vera del monte Ararat, famoso por ser, según cuenta la Biblia, el lugar donde Noé/Noah amerizó el arca después del diluvio, salvando a solo 8 descendientes de Adán y Eva. Es una montaña imponente, de nieves perpetuas. Doğubayazıt, ciudad en la que me alojo, es la más importante cercana al Monte. Está a unos 1.600 metros sobre el nivel del mar, lo que nos da casi 3.500 metros de pared hasta alcanzar los 5. 136 del monte bíblico.

La carretera es una pura recta, con sembrados dispersos a los lados y la típica desolación de muchas fronteras. Estoy algo nervioso, el mantra del peligro Iraní nos ha acompañado muchos años. Solo las inestimables crónicas de otros viajeros, que han abierto la ventana de sus experiencias al mundo, me hacen confiar en lo acertado de la visita. Aún así, estoy nervioso. Pienso en poner algo de música, pero mis sentidos están tan alerta, que me resultaría incómodo escucharla.
Las tanquetas patrullando por las calles de Doğubayazıt, o el cuartel de blindados que tiene la localidad, no animan mucho a empezar la jornada en actitud relajada. Además, como toda ciudad fronteriza, Dogubayazit tiene algo de turbio…

Dos días antes, me encontraba viajando desde la esperpéntica Batumi al sur oeste de Georgia, en la costa del Mar Negro, hacia la frontera central con Turquía, de las 3 abiertas al tráfico internacional. Batumi es la ciudad del juego. Esta actividad esta prohibida en Turquía – las cosas de la interpretación del Corán, el alcohol no -por lo que la convierten en un atractivo turístico para los Turkish. Es una ciudad que ha crecido de manera artificial, rápido, y a golpe de chequera, o mejor dicho, de efectivo. Una ciudad sin personalidad, una mala copia. En 1 km desde el Mar tiene, desde la playa empedrada con atracciones de feria de tercera, el lujo y el diseño, el horterismos kitsch, lo retro y la pobreza.

Georgia no solo me deparará esta sorpresa. En mi camino a la frontera con Turquía, esta vez hacia Posof, no en la costa del Mar Negro como a la ida, me encuentro con que el asfalto se acaba a 40 Kilómetros de Batumi. Me esperan 80 Kilómetros inesperados de un camino de tierra, en tramos embarrado, que me llevan hasta una estación de esquí desierta a 2.500 metros de altura.
Empiezo a atisbar las primeras sensaciones de aventura. Son escasas las aldeas que cruzo, la primera reacción de las gentes al verme es de extrañeza, el cielo esta nuboso, el camino malo y si pincho o tengo un problema mecánico, la solución ya pasa por 2-3 días enmarronado. Miro frecuentemente la presión de las ruedas a través del ordenador de la moto. Aún así para mis adentros pienso: “Macho, ves espabilando, que esto comparado con El Pamir, juego de niños. Prueba la moto, si algo tiene que romperse o no funcionar en terreno off road, que sea ahora”. La moto va fenómeno. A pesar de los 70 kilos que llevaré de equipaje contando con las maletas, me permito alguna cruzadita… fina…

Unos 20 días más tarde, enmarronado de nuevo en la desértica Turkmenistan, me venían algún recuerdo de esta etapa de Georgia… cacahuetes…

Estas primeras sensaciones de aislamiento, hacen que el cruce con un matrimonio francés en todo terreno, dando la vuelta al mundo por etapas, ella de padres salmantinos, o con un Búlgaro que venía de Canada vía Japón, se conviertan en parada y charla. Es la necesidad de tocar lo “familiar”, “lo conocido”.

El hombre en la soledad, sin la posibilidad de relacionarse, tiende a la locura. Incluso la relación con los animales podrían ayudarle a soportar situaciones de aislamiento prolongado. O es capaz de alcanzar estados profundamente meditativos, o la chaladura está asegurada. En el documental “On the dark side of the Moon”, que narra la historia de la carrera espacial impulsada por Kennedy, hay dos cosas que me llamaron la atención. Aquí os cuento una. Uno de los astronautas que pisó la luna, narra la sensación perturbadora de isilamiento y soledad que sintió al pasear por nuestro querido y único satélite. Tal es así, que en los meses posteriores a su regreso, pasaba horas en los centros comerciales por el simple hecho de estar rodeado de gente.

Una vez superada la primera prueba off Road, y con “0” Kms en el Range del ordenador de viaje, llego a la frontera central Georgiano-Turca. Red Bull pa el bioritmo, agua porque es güena , cervecita para el alma y el Instagram, y gasolina porque cuesta un 40% menos que en Turquía y no me quedalll. Me dirijo hacia Doğubayazıt, la ciudad del Monte Ararat.

El Este de Turquía es bello, es remoto. La tierra de Ataturk tiene más de 75 millones de habitantes. Con aproximadamente 25 millones en sus 6 ciudades más importantes y el doble de extensión que España, hace que posea amplias zonas deshabitadas, y el Este es una de ellas. La parte mas al norte es verde y granito, se desarrolla en altitud y la luz es hermosa. Empiezo a tener frío, no el suficiente como para pararme y ponerme la capa de Gore Tex, que perecita… En el día de hoy estaré entre los 13 y los 34 grados. Pasaré de las aldeas de cabañas circulares con techo de hierba de las montañas, a los oasis con casas de adobe … de la luz transparente, a los tones ocres, anaranjados… todo es bonito… la naturaleza en su pureza siempre es perfecta.

Cuando llego a la frontera y paso el trámite de salida del lado Turco, aún en tierra de nadie, tengo mi primer contacto con un Farsi hablante. La primera impresión es buena, llega un fulano que estaba esperando la cola de coches, unos 12, y me dice que me ponga el primero. Yo como tío obediente que soy, pongo cara de despistado, me encojo de hombros, y allí que voy. Los primeros Welcome to Iran empiezan a aparecer en las bocas de los persas que me cruzo. Dos de ellos me ofrecen cerezas y albaricoques, yo trinco… La hospitalidad la encontraré en la gente que me ha alojado, andando por la calle, desde los coches mientras voy en moto… welcome to Iran!. En la tradición Iraní el invitado es enviado por Dios, y tiene un motivo… por eso lo cuidarán más que a uno de la familia…

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